lunes, 9 de marzo de 2015

meteora cuando llueve

son las once de la mañana. apenas vemos la curva que sube y la cara de los hombres rusos. hay una imagen en la montaña que se hunde en la niebla, como si la montaña naciese del cielo y nuestra forma de caminar se volviera incoherente, innecesaria. como caminar cabeza abajo. no hay montaña, solo piedras como montañas que existen en este lugar del mundo y en ningún otro. como nosotros, que existimos aquí en nuestra anodina falta de duplicidad, en nuestra imposibilidad de estar en otro lado. existimos aquí, calados de frío, llenos de agua, lamentando no haber traído comida.




descubro un mapa pequeño en la curva e inventamos el camino de los helechos. tú caminas detrás y te escucho respirar muy fuerte, apartar las gotas de agua que se acomodan en los párpados, aceptar con incredulidad esta certeza selvática. no paramos nunca. subimos el puente, bajamos las piedras, resbalamos en el musgo. respiramos muy fuerte los dos, palpando la humedad y no el aire, aceptando la certeza de subir.

grabas un vídeo y digo que somos muy jóvenes. paramos en el altar, incoherente en esta violencia de las hojas y los árboles y la tierra y las rocas de seiscientos metros y los caminos de los monjes. paramos en el altar insultantemente sacro y yo me subo la camiseta y siento el frío terrible en el vientre. los dos respiramos muy fuerte, más fuerte, como respira la tierra bajo los cuerpos, como respiraron quienes cayeron desde el borde de las rocas y murieron hace meses, hace años, hace siglos.

abrimos la verja y es una metáfora pequeña, inútil, repetida, mala, posible. la escuchamos cerrarse detrás. ante nosotros el valle. ante nosotros la niebla, la violencia de las campanas y el semblante de las curvas. se me pega la ropa a la piel y tengo tanta lluvia en los ojos que ya no sé llorar.

seguimos subiendo. sale el sol. me esperé arriba y allí estaba.


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