Tuve un acosador a los diecisiete años. Fue un verano largo, casi dos meses y medio. Fue una palabra. Nunca pasó nada grave, pero pasó algo extremadamente grave, algo extremadamente llamativo. Es decir. Pasó. Pasó que un tío me acosó durante casi tres meses cuando yo tenía diecisiete años.
Cada vez que llego a una ciudad nueva, me siento intimidada y tranquila al mismo tiempo. Huelo las calles, toco las hojas y veo las bicicletas cruzarse. Es difícil, o no, acostumbrarse a los espacios y las horas. Aquí anochece a las siete y las mañanas empiezan muy rápido, sin avisar. La gente come temprano y no te mira si llevas el pelo azul.
En mi barrio hay mucha población inmigrante, o eso me dicen a veces cuando comento dónde vivo. Yo también soy inmigrante, aunque tenga la piel muy blanca y hable un alemán aceptable. Pero no basta con eso, supongo. En mi barrio hay gente de fuera y gente de dentro. Es un barrio seguro. Cuando se hace de noche pasan pocos coches y hay farolas brillantes que no te dejan perderte. Hay edificios, pintadas, contenedores, escuelas y personas. Mi barrio es un barrio normal.
Mi cuerpo es un cuerpo normal, normativo o no. Un cuerpo que no me apetece cambiar ni esconder. Y últimamente me siento muy segura cuando camino por mi barrio de noche. Piso fuerte con las botas y pienso que el miedo no puede quitarme lo que yo no esté dispuesta a entregar. Mi cuerpo ocupa un espacio y significa, se dimensiona, camina y tampoco tiene miedo. Aquí la gente no te mira mucho, pero te dice la hora y grita Fahrrad! cuando está oscuro y es posible que no veas la bicicleta.
Hay algo lento y extraño en no tener miedo. Hay algo de rebeldía en no tener miedo.
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