lunes, 20 de octubre de 2014

tengo pelos en las piernas

Dejé de depilarme porque me apeteció hacerlo. Siempre he sido una persona bastante peluda y, de hecho, durante la adolescencia tuve vello en sitios poco usuales para un cuerpo diagnosticado como femenino. Sí, se rieron unas cuantas veces en el vestuario y sí, los días antes del verano parecían una agonía. Una agonía minúscula, difícil de identificar. Una agonía común, con su dosis de humor y sus propios mitos. Pero esto no es un texto sobre mi yo de catorce años eligiendo entre la cuchilla o la cera. Tampoco un recuento de las veces que me miré al espejo muy preocupada por si se me notaba algo entre el bikini y los muslos. No. Esto va de que dejé de depilarme porque me dio la real y soberana gana de hacerlo.

Dejé de depilarme hace ya más de un año. No le di mucha importancia. Me parecía, no sé, que pasar de melena a pelo cortito por las mejillas era un cambio más llamativo. Alguna vez me sentí tensa al ir a la playa, pero después se me pasaba con el agua y la arena caliente. Claro que era consciente de mi cuerpo y, al principio, se me hacía raro verme las piernas peludas y que no pasase nada. No estaba muy segura de gustarme más o menos que antes. Solo estaba segura de eso, de que no pasaba nada.

Lo que yo intuía, pero no me esperaba del todo, era que la gente tuviera tanto que decir sobre si pasaba algo o dejaba de pasar. Me han parado más de una vez en la calle, se han reído de mí y me han señalado. Me han preguntado por qué llevo las piernas así, me han dicho que quiero parecer un hombre y, por supuesto, me han comentado que estaría mucho más guapa sin mis pelos. Me han insinuado que intento llamar la atención y que no se puede ser tan radical. Que me decida. Que los pelos no quedan bien con vestido y calcetines de gatos.

No me sorprende que alguien reaccione, pero sí lo hace la naturalidad con la que la gente se ve en posición de juzgar. Claro que con la gente no me refiero a todo individuo que me he cruzado en estos casi dos años; basta con que una persona se sienta legitimada a actuar así. Y no ha sido solo una, por supuesto. Ni dos. Ni tres.

A mí me importa una mierda todo el discurso sobre la sociedad libre y democrática en la que vivimos. Mejor dicho. Pausa. Respiro. No me importa una mierda, me quema la piel y me saca de mí. Claro que somos libres, libres de escoger uno de los modelos preestablecidos que se compran-venden. ¿Para qué se necesitan leyes que coarten, cuando el resto de la sociedad actúa como un organismo represor, cuestionador, imagen-espejo del poder? Yo soy perfectamente libre de salir a la calle con mis piernas peludas, pero me intoxicaré a ver fotos de mujeres con la piel lisa, a leer anuncios sobre los mejores sitios de depilación y a enfrentar miradas escépticas. Todos los referentes que la realidad (construida) me vomita en la cara son contrarios a la imagen que proyecto.

Y no me da la gana. No me da la gana de consumir mi cuerpo como si fuera un producto externo a mí. No me da la gana de morirme de ansiedad o de no ir a la playa o de no ponerme mis faldas favoritas. No me da la gana de aguantar los anuncios de Veet, aterrorizándome con la idea de que mi chico me deje después de darse cuenta de que no estoy depilada y que me he convertido en su peor pesadilla, un marica gordo y peludo. No me da la gana de tragar con las preguntas sobre por qué llevo ropa adorable y (clasificada como) femenina, si tengo vello de chico. No me da la gana de ser protagonista de un chiste o de que alguien teorice sobre mis problemas hormonales. No me da la gana de que minen mi autoestima o me hagan sentirme menos guapa, deseante, deseable, deseadora de toda la vida que se me ponga por delante.



Mis pelos son mis pelos. Edición limitada, suaves y totalmente inofensivos. No tengo que explicarme ni disculparme ni argumentar en favor de ellos. Yo decido si se quedan sobre mi piel o no. Todas decidimos si se quedan sobre nuestra piel o no. Y cualquier juicio sobre eso, cualquier intento de ridiculizar o restar valor, no deja de ser una intromisión sobre el cuerpo, una forma más o menos sutil de violencia.

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